sábado, 11 de enero de 2014

REUNN DE VOCES®

Revista literaria virtual Nº 20

Editorial


Acabamos de despedir un nuevo año, como tantas veces en la vida despedimos objetos, personas, situaciones, por los más diversos motivos.
Los ciclos forman parte del ser humano.
¿Que sería de los colores sin la luz? ¿Cómo sería la primavera si no existiera el invierno?
Preguntó alguna vez Horacio Guarany ¿Qué valor tendría la vida si fuésemos inmortales?
Y se contestaba que, gracias a la muerte, la vida se vive con mayor intensidad, que gracias a que la presentimos al final del camino, hay pequeñas cosas que el ser humano hace bien.
Como todos los temas que atañen al hombre, la muerte en pasado, presente o futuro es parte de las preguntas que nos hacemos. Esas para las que solo obtenemos respuestas incompletas.
La poesía también indaga, ensaya, intenta una y otra vez un acercamiento al tema.
Pone belleza en la incertidumbre para que esta sea más llevadera.
No fue fácil elegir como tema para este número de Reunión de Voces a la muerte, pero creo que es tan válido como cualquier otro.
Espero que encontremos, entre los textos que incluyo, una pequeña luz, que nos acerque a esta verdad tan cruda pero tan inherente a todos.
  

                                                             Gabriela Delgado

LA MUERTE

Los clásicos


Poema IX


Me desnudas.
Miles de años
hace que morimos.
La muerte es lenta.
Morimos.
Te demoras en mis hombros.
Necesitas mi olor.
Nos inventamos.

Qué es esto de invadir así la vida,
qué significa comprobar un cuerpo.
Yo soy tu cuerpo.
Hundirte en mí
es regresar al universo.

                      Ana Emilia Lahitte (Argentina)




 Boca...

Boca que mamas de la muerte
y rayos estelares
con los secretos de la sangre
salen de las venas
ahí el mundo fue a abrevar
y floreció

Muerte
en el silencio instala su punto de vista
y el ojo que no mira
el inútil abandono polvoriento
desborda el umbral de ver
mientras el drama del tiempo

es bendecido
densamente bajo su sudario glacial.

                          Nelly Sachs (Alemania)



 El miedo

No es el sonido de mi sangre
o el ala de un insecto
ni siquiera
la luz
       acercándose
oscilante como una mano
en la indefensa
sombra.
Lento rebota un grito
en las piedras de la calle
- y oyes el sueño de una hoja.

La calma
      corroída
repite su amenaza.
El ojo (indecible)
del silencio.

Un muro es la noche
y transparece.

                                        II
Sabía que mi muerte eran puñales
y era una sola bala
y no temía.
Más temía l
a noche de los otros
sin pisadas.
Y ahora muero oyendo
clarear el viento entre los árboles
correr el ruido a sus asuntos.
Miro mi mano
no la veo
cierro y sólo estrujo
frío recuerdos oxidados.
¿Es la muerte esta jugada?
¿O estoy muerto
ya muerto
caminando por la muerte?
Ninguna voz
ninguna luz.
El estridor apenas
de la sangre que también me abandona.
¿Y si no era ésa la bala que
desde que soy
ya me correspondía
ni ésta mi muerte?
No sé si grito
no sé si alguien escucha el grito
no sé si doy vuelta la cara.
Mis lágrimas golpean
la vasta vasta soledad
sin puerta.


                      
Oscar Cerruto  (Bolivia)


En el destierro

El dios que viste un alba creando la mañana
en la luz que al amor nació incesante
sobre los pastos verdes de rocío
te desdeñó. Era poca tu vida,
poca fe, la brumosa esperanza.

Hoy gotea la tarde. Una corona
de olvidos gira en torno. Y sobrevive
tan sólo la palabra que te dieron
cuando aún no sabías cuánto adiós habitaba
la llanura ofrecida. Aquel día
perdiste para siempre.

Ah poeta argentino perdido en el destierro
viviendo
en tu propio país tu propia muerte.
El caballo sin formas de la noche
te lleva a recorrer el universo
más solo, la nostalgia
de un Orfeo en harapos
cuyo canto se pierde en el silencio.

En esta tierra el tiempo se destruye:
no es lugar para el canto. Aun todo lo que muere
nunca existió. Y la vida que irrumpe
no bien nos toca ya no está más.
Hoy llegas
al límite en que yace la esperanza
y la ofrendas no sabes a qué dioses.

                                             Horacio Armani (Argentina)


Escena final

He dejado la puerta entreabierta
soy un animal que no se resigna a morir

la eternidad es la oscura bisagra que cede
un pequeño ruido en la noche de la carne

soy la isla que avanza sostenida por la muerte
o una ciudad ferozmente cercada por la vida

o tal vez no soy nada
sólo el insomnio y la brillante indiferencia de los astros

desierto destino
inexorable el sol de los vivos se levanta
reconozco esa puerta
no hay otra

hielo primaveral
y una espina de sangre
en el ojo de la rosa

                                           Blanca Varela (Perú)

Muerte mía


La muerte no es quedarme
con las manos ancladas
como barcos inútiles
a mis propias orillas,
ni tener en los ojos,
tras la sombra del párpado
el último paisaje
hundiéndose en sí mismo.

La muerte no es sentirme
fija en la tierra oscura
mientras mueve la noche
su gajo de luceros,
y mueve el mar profundo
las naves y los peces,
y el viento mueve estíos,
otoños, primaveras.

¡Otra cosa es la muerte!

Decir tu nombre una
y otra vez en la niebla
sin que tornes el rostro
a mi rostro, es la muerte.
Y estar de ti lejana
cuando dices "La tarde
vuela sobre las rosas
como un ala de oro".


La muerte es ir borrando
caminos de regreso
y llegar con mis lágrimas
a un país sin nosotros
y es saber que pregunta
mi corazón en vano
por tu melancolía

Otra cosa es la muerte.

                                  Meira Delmar (Colombia)


 

 El tren de los muertos

El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba las vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.
El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo.
Rengo. Pero sobre todo ausente.
Se entregó a encender pequeñas fogatas. Las alimentaba de día, de noche. A veces levantaba los brazos dando un grito.
Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos, por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.

A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos. Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose. Vio conocidos. Vecinos.
En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.
Se superponían, se sucedían, se cambiaban.
Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.

El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes. Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.
Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.

                                                        Sara Gallardo (Argentina)


Pluma abierta


 A ver, a ver quién rabia más
quién se lanza más afiebrado
quién muerde con más ceguera.
A ver, a ver quién busca más voraz
quién llega más bestial
quién embiste y derriba
y toma y desarma más veloz;
quién con más furor come y bebe
y traga y saborea al otro
y respira más vendaval
en este día radiante
que manda amar o morir.

                                  Marcos Silber (Argentina)

El muerto

Cuando caiga,
decididamente cuando caiga
podrán revisar las rutas del vino
las huellas del tabaco
los tatuajes del orgasmo
los tótems gigantescos de cada derrota.

Cuando caiga,
decididamente cuando caiga
habrán de hallar un sendero de pequeños guijarros
o migas de pan o trazos de orina
que conducen a esa ninguna parte de la desolación
que habité a los gritos.

Cuando caiga,
decididamente cuando caiga
observando con paciencia, comprenderán, quizá,
los malos humores (de los que no conozco arrepentimiento)
las largas ausencias
los excesos
la fragilidad encubierta
y ciertas maneras que guardaba la tristeza
al desplomarse en mis hombros.

Sin embargo, si quieren conocer, en verdad, mi corazón
tendrán que mirar a través del agujero en mi frente
porque allí detrás, en el hueco abierto de la nuca
encontrarán un océano de islas, estrellas y duraznos
y verán aquello que quise ser pero que, decididamente,
se tragaron las lluvias y los días.

                                   Hugo Toscadaray (Argentina)

Moribundo: antes que vengan a coser tus párpados,
antes que el falso nudo se deshaga en el pañuelo
y que las ondas desaparezcan del agua,
querés repetirte con fuerza –como quien memoriza–
el nombre del lugar en donde estuviste y del que te vas.

Pero ya no lográs saber qué fue esa zona
que vos creías tan imperial y populosa
como el país de nada del que, aun viajando, siempre sos ciudadano.
Ante tus ojos ya más de carne que de vidrio
tu única migración se ha reducido a unas palabras empobrecidas 
                                                                                      y a una pieza.

Ahora que vienen a coser tus párpados
podés correr a gusto por toda la tierra de tu memoria,
pero no te basta eso para determinar qué fue esa luz que te parecía
                                                                                     sola e infinita,
qué esas estrellas, ese humo, esas dos manos tuyas,
qué ese acordeón y esa madre.

Ahora te parece posible encerrar a toda aquella variedad en 
                                                                                          un frasco;
Ahora te parece que podrías ver todos los mares, todos los árboles 
                                                                                        y las fiestas
con solo mirar una vez a través de un orificio del diámetro 
                                                                                       de un clavo
practicado en tu tumba.

Pero igual querés gritar de una vez el nombre de la gota de la que
                                                                                empezás a caer,
por un desafío parecido al que hincha las venas
del hombre de nuez y de brazos desnudos,
de pie en ese arrabal de esferas,
que vocifera y vence a otros con palabras;
pero no podés, no podés, moribundo.

Incluso ahora que estés muerto, cuando vuelvas
a tu larga costumbre de no ser nada,
en el instante luego del último punto dado a tus párpados,
recordarás, sí, cada uno de tus milenios idos
y tendrás la exacta clarividencia de todo tu inagotable porvenir,
pero este episodio ínfimo de luz aun del pasado se borrará.

Y no vas a gritar el nombre de la pintada selva
que –última lágrima o fruta inmensas– todavía pende de 
                                                                                 tus párpados,
ni te erguirás para el rasguño inesperado al cielo,
en tanto que lo que no sabés nombrar se arranca pausadamente 
                                                                                          de vos,
desprende de toda tu piel un ala,
y ya no temés que la mariposa esté naciendo,
ya ni la querés nombrar,
ya no sabés, no sabés qué dejás, qué se te va, moribundo.

                                            Rubén Reches (Argentina)

 Piedra libre

El padre juega con sus criaturas.
La cara vuelta contra la pared
y el brazo levantado hasta los ojos,
está contando como si llorara.
Y mientras cuenta sus criaturas crecen,
van por el mundo, suben escaleras,
se enamoran o estudian geografía.
Cuando termina de contar, el padre
entra en los cuartos y revisa muebles.
Apenas ve. ¿Quién apagó las luces?
Su voz, que ha enronquecido, los invita
a dejar de una vez sus escondites.
Y los hijos regresan, jubilosos.
¡Cómo han crecido! Son casi tan altos
como los sueños que en su juventud
solían desvelarlo dulcemente.
¡A contar! ¡A contar! –exclama el padre.
(Los grandes siempre vuelven a ser niños.)
Y los hijos se apoyan contra el muro,
hunden la frente entre los brazos. Cuentan.
Y mientras cuentan –once, doce, trece…-
el padre se va haciendo pequeñito.
Cuando terminan de contar lo buscan.
Lo buscan pero el padre no aparece.
Se ha escondido debajo de la tierra.

                                        Antonio Requeni (Argentina)


Raíces

Con el último golpe del hacha, el árbol cae pesadamente al suelo. Sin embargo, los pájaros permanecen inmóviles donde antes estuvieron las ramas. Acaso porque sólo son la sombra de esos pájaros. Acaso porque esos pájaros miraban demasiado la distancia y la distancia los hipnotizó. O acaso porque la memoria del árbol muere después.

                                 Eugenio Mandrini (Argentina)

Te morirás primero

Te morirás primero, ya lo sé.
No creas que me importa.
Me vestiré de gala,
con los tacones altos miraré las estrellas
y andaré por las plazas como si fuera fiesta.
Ya verás,
cuando te mueras
irán nuestros amigos al entierro.

Habrá ramos, ofrendas,
un latido de pájaro golpeará las ventanas
y el altar se hará añicos durante el ofertorio.
Yo me pondré las gafas de no querer mirarte,
las de mirar el mar y verlo a mi manera.
Escucharé tus versos,
aquellos que escribiste antes de yo leerlos,
seguiré las estatuas
y me vendrá tu llanto y el amor que no tuve.

¿Te imaginas, amor?,

tú allí, muerto, tan solemne y tan quieto,
y yo un bullir de rosas en los bancos del fondo.
Yo, de rojo vestida, trenzas negras mi pelo
y las manos muy blancas acariciando espejos
por donde te has mirado.
Sin una sola lágrima.
Oculta por la pena que siempre fuera mía.

Pensando en tus caricias
y el júbilo perfecto de una siesta de sol
que nunca llegaría.
¿Te imaginas, amor?
Tus nietos, tus parientes,
y en el último asiento una hermosa muchacha
iluminado el arco de sus blancas axilas
por la luz de tus ojos.

Vendrán los oradores y hablarán de tu ingenio,
de tus muecas feroces,
de las horas amables en que ocupabas sitios,
lugares acordados.
Hablarán de tus gestos, de tu bufanda oscura,
del inconstante deleite de tu boca,
del mar que te ocupaba los momentos felices.
Llorarán los acólitos, las vírgenes de plomo,
los ángeles de cera.
Y nunca sabrá nadie que me he muerto contigo.



                                                    Elsa López (España-Guinea Ecuatorial)

 Vestida de silencio…

Vestida de silencio te arrastras impaciente
tanteando mi aliento con tus uñas de filosa penumbra
mientras los días tienden sus redes ilusorias sobre el cardumen de los miedos
y el instinto vacila ávidamente cauto.
Ya presiento tu salto de funámbula, ese aleteo de estentóreo vacío
que crepita en las entrañas de la sangre
y oigo crujir mi nombre entre tus dientes
como un guijarro inocuo despeñándose por un acantilado de tristeza.
Has tatuado mi piel, agazapada, urdiendo deserciones imposibles
y aquella fábula - al principio lejana, fantasiosa -
se ha transformado en este viaje de próxima estación
donde ya no estarás a mis espaldas sino delante de mi asombro
esfinge libertina
que extenderá sus brazos devorándome.
                                                 
                                                           María Del Mar Estrella (Argentina)